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    Cortes de los antiguos Reinos de León y de Castilla
     introducción escrita y publicada ... por Manuel Colmeiro
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Capítulo XXII

Reinado de Don Fernando V y Doña Isabel I, los católicos

Ordenamiento hecho en las Cortes de Madrigal de 1476. -Ordenamiento de las Cortes de Toledo de 1480. -Ordenamiento de las Cortes de Toro de 1505.

     Al tiempo que espiraba en Madrid el Rey D. Enrique IV, se hallaba en Segovia la Princesa Doña Isabel, a quien llegó la noticia en pocas horas. Fue su primera diligencia prevenir los oficios funerales con la solemnidad de costumbre, y la segunda tomar posesión del trono vacante.
     Sabida la novedad, acudieron a Segovia varios grandes y caballeros, el gran Cardenal de España D. Pedro González de Mendoza y D. Alonso Carrillo y Acuña, Arzobispo de Toledo. Otros se retrajeron de hacer el pleito homenaje, perseverando en el servicio de Doña Juana, cuya causa abrazaron y defendieron los más resueltos con las armas.
     Si no todas, las más ciudades y villas del reino alzaron pendones por Fernando e Isabel, y enviaron procuradores que les dieron obediencia(710).
Cortes de Segovia de 1474.      Fueron proclamados los nuevos Reyes en Segovia el 13 de Diciembre de 1474. Los grandes, prelados y caballeros que no acudieron al primer momento, llegaron unos en pos de otros, y lo mismo los procuradores, sin día fijo, llamados por cartas de la Reina los menos diligentes. Explican la tardanza estar en pleito la sucesión, y ser muchos los señores y no pocos los pueblos que esperaban los sucesos para declararse por el partido al que se inclinase la fortuna.
     Cuenta Hernando del Pulgar que «dende a pocos días partieron el Rey e la Reina de Segovia para Medina del Campo, e dende fueron a Valladolid... e allí estovieron algunos días, e ficieron grandes fiestas, e recibieron homenajes de algunos caballeros e cibdades e villas del reino que fincaban por recebir»(711).
     No falta quien haya puesto en duda si hubo Cortes de Segovia en 1474 para dar obediencia a los Reyes Católicos, fundándose en que con fecha 16 de Enero de 1475 escribieron desde aquella ciudad a la de Toledo una carta en la cual la requerían que luego enviasen mensajeros con poder bastante a fin de hacerles el homenaje que les había ofrecido. «Ignoramos si esto fue dicho al mismo tiempo a las otras ciudades (añade el autor aludido), y si llegaron a reunirse Cortes con el expresado motivo; pero presumimos que no sucedió así.»
     La carta de que se trata es un llamamiento particular de los Reyes Católicos a la ciudad de Toledo, que no se apresuró a mandar sus procuradores a Segovia, como hicieron otras ciudades menos principales; y era éste uno de los homenajes que, según las palabras del Pulgar, «fincaban por recebir.»
     Hubo sin duda en las Cortes de Segovia de 1474 ciertas irregularidades que la turbación de los tiempos suele llevar consigo. Faltó la convocatoria general; pero fue suplida por los llamamientos particulares y la pronta voluntad de los pueblos, tomando unos ejemplos de otros; de suerte que si fueron pocos los que dieron la obediencia a la Reina en Segovia el 13 de Diciembre de 1474, todos los estados hicieron homenaje y besaron la mano al Rey el 2 de Enero de 1475(712). Que algunos grandes prelados y caballeros, o algunas ciudades y villas se retrajesen de prestar el juramento de fidelidad a los nuevos Reyes mientras estaba en balanza la corona, o tuviesen por mejor la causa de Doña Juana, no obsta para contar estas Cortes en el número de las generales.
Cortes de Medina del Campo de 1475.      En 7 de Febrero siguiente, permaneciendo los Reyes Católicos en Segovia, convocaron otras para jurar a la Infanta Doña Isabel por Princesa y heredera de los reinos de Castilla a falta de varón. El llamamiento fue general, el lugar designado la corte, el plazo «fasta mediado del mes de Marzo primero que viene»(713).
     El autor citado afirma que estas Cortes «se reunieron en Valladolid, y estándose celebrando en 21 de Octubre, se dirigió nueva convocatoria a Toledo para que mandase a sus procuradores antes de concluirse, pues ya están casi llegadas al cabo»(714).
     En efecto, consta que los Reyes Católicos mandaron celebrar Cortes en Valladolid; que acudieron al llamamiento los procuradores de las ciudades y villas; que Toledo dejó de enviar los suyos, y que fue requerida por tercera o cuarta vez para que los enviase a fin de entender en la conclusión de los negocios pendientes, «con apercibimiento que vos fago (decían los Reyes) que si luego no los enviaredes que los procuradores de las cibdades e villas continuarán en absencia vuestra las dichas Cortes hasta las fenecer e acabar, sin vos más llamar para ello.»
     Esto pasaba en Valladolid el 21 de Octubre de 1475; pero antes, a 3 de Agosto, estaban los Reyes Católicos en Medina del Campo, en donde tenían juntos los procuradores de Cortes, en las cuales les fueron concedidos 172 cuentos de mrs. de servicio, y por los prelados y las iglesias cantidades de plata prestada, granos y dinero que puntualmente después restituyeron(715).
     La noticia es digna de crédito, no sólo por la autoridad de quien la da, sino porque declara los nombres de dos de los tres procuradores de la ciudad de Sevilla, cuya circunstancia denota que escribía bien informado.
     Añádese a esto el testimonio de Pulgar, que refiere cómo los Reyes Católicos, hallándose en Medina del Campo, acordaron tomar la mitad de la plata de las iglesias para acudir a los gastos de la guerra, «con obligación que ficieron de la pagar, para la qual paga luego diputaron treinta cuentos que se habían de pagar en el reino del pedido e monedas dentro de tres años»(716).
     Resulta averiguado que los Reyes Católicos celebraron Cortes en Medina del Campo en los primeros días del mes de Agosto de 1475.
     Estas Cortes fueron interrumpidas por la necesidad de poner cerco al castillo de Burgos, de proveer a la guarda de las torres de León y de dar cima a otras empresas militares. Conjurados los mayores peligros, volvieron los Reyes Católicos a Valladolid, en donde reanudaron las Cortes sus trabajos hacia el fin del mes de Octubre, verificándose en esta ocasión que empezaron en un sitio y acabaron en otro. De donde se sigue que no hubo Cortes en Medina del Campo y Cortes en Valladolid el año 1475, sino unas solas que deben designarse con el nombre de la villa de su origen(717).
     Es singular que a pesar de los términos de la convocatoria del 7 de Febrero, ni en Medina del Campo ni en Valladolid fue jurada la Infanta Doña Isabel. La ceremonia se dilató hasta las Cortes de Madrigal de 1476(718).
     La explicación de la tardanza debe buscarse en los sucesos contemporáneos: tan íntimo es el enlace de la historia particular de las Cortes y la general de España.
     Cuando la Princesa Doña Isabel fue aclamada Reina de León y Castilla en Segovia el 13 de Diciembre de 1474, acudieron algunos grandes a darle la obediencia, pero no muchos, porque, como dice Bernáldez, «estaban de secreto a viva quien vence»(719). Tampoco se dieron prisa a llegar los procuradores de ciertas ciudades y villas.
     La parcialidad de Doña Juana, hija presunta de Enrique IV, negoció el casamiento de esta señora con Alfonso V de Portugal, convidándole a entrar en Castilla y conquistar el reino por armas. Dio el monarca portugués oídos a tan lisonjera proposición, y en efecto, pasó la frontera con un ejército numeroso en Mayo de 1475, ya desposado con Doña Juana. El 25 de dicho mes se hizo la proclamación de ambos pretendientes a la corona en la ciudad de Plasencia con la solemnidad de costumbre.
     Como era natural, sa rompió la guerra. Estaba el Rey de Portugal apoderado de Toro, Zamora, Arévalo, Peñafiel y otras villas y fortalezas, y del castillo de Burgos. Sus parciales eran dueños de Ocaña, Ciudad-Real, Trujillo y diversos lugares y fortalezas de Extremadura.
     Mientras la fortuna no se declaró por los Reyes Católicos, los grandes de Castilla se mostraron remisos en someterse a su obediencia, y a ejemplo de la nobleza, algunas ciudades y villas tardaron en hacerles el pleito y homenaje.
     Vencidos los portugueses en la batalla campal que Fernando V les dio entre Toro y Zamora el 1.º de Marzo de 1476, arrojado el enemigo del suelo castellano, rendidas las fortalezas de que se había apoderado, «ovo muchas vueltas en los corazones de los hombres... e los que de palabra se le habían ofrecido, de hecho le venían a servir... Visto por los grandes de Castilla que la opinión contraria habían tenido como nuestro Señor pensaba y peleaba por estos Reyes y daba en sus manos tantas victorias, cada uno procuraba y procuró de venir a decir: Tibi soli pecavi, Domine»(720).
     Recordando los sucesos referidos, se comprende que los Reyes Católicos no hubiesen juzgado oportuno proceder a la jura de su hija primogénita en las Cortes de Valladolid o Medina del Campo, porque en ellas, estando el enemigo tan ufano en el corazón de Castilla, no podían tener cumplida representación los tres estados del reino. Era el acto tan grave no habiendo desistido Doña Juana de su pretensión a la corona ni el Rey de Portugal de esforzarla con las armas, que solamente el fallo solemne de unas Cortes generales y numerosas podía darle la fuerza necesaria para asegurar el derecho de la legítima descendencia de los Reyes Católicos.
Cortes de Madrigal de 1476.      Tomó el Rey la fortaleza de Zamora el 19 de Marzo, y de allí se fue a Medina del Campo, a donde también acudió la Reina, que estaba en Tordesillas, y luego ambos partieron para Madrigal a celebrar Cortes. Ortiz de Zúñiga dice que el 29de Abril de 1476 se hallaban los Reyes en dicha villa celebrando Cortes; y en efecto, el cuaderno de peticiones lleva la fecha del 27, lo cual viene a ser lo mismo(721).
     Fueron las de Madrigal generales, solemnes y concurridas de los grandes del reino, prelados, vizcondes, ricos hombres, caballeros, letrados del Consejo y procuradores de las ciudades y las villas.
     Según Hernando del Pulgar, los Reyes acordaron llamar a Cortes «para dar orden en aquellos robos e guerras que en el reino se facían»; y en otra parte añade que fue jurada «la Princesa Doña Isabel por Princesa heredera de los reinos de Castilla e de León para después de los días de la Reina»(722).
     Además de esto juraron los presentes las capitulaciones del matrimonio que se concertó entre la Princesa y el Príncipe real D. Fernando de Nápoles: aprobaron los Reyes Católicos las hermandades de Castilla ya constituidas, pero no todavía organizadas, y les dieron cuaderno en el cual se contienen las ordenanzas por que debían regirse, y decidieron otros puntos importantes para la reformación de la justicia y buena gobernación del Estado.
     Las alteraciones de Castilla en el reinado de Enrique IV, los bandos de la nobleza dividida entre los Reyes Católicos y su infortunada sobrina Doña Juana y la guerra con Portugal habían acostumbrado las gentes a vivir en una libertad salvaje. Nadie por temor de la justicia dejaba de apoderarse de lo ajeno o de satisfacer sus deseos de venganza, y creciendo el número de los malhechores con la certidumbre de la impunidad, menudeaban los insultos y delitos, sobre todo en despoblado.
     «En aquellos tiempos de división (escribe Hernando del Pulgar) la justicia padecía, e no podía ser ejecutada en los malhechores que robaban e tiranizaban en los pueblos, en los caminos e generalmente en todas las partes del reino. E ninguno pagaba lo que debía, si no quería: ninguno dejaba de cometer cualquier delito: ninguno pensaba tener obediencia ni subjeción a otro mayor. E ansí por la guerra presente como por las turbaciones e guerras pasadas del tiempo del Rey D. Enrique, las gentes estaban habituadas a tanto desorden, que aquel se tenía por menguado que menos fuerzas facía. E los cibdadanos e labradores e homes pacíficos no eran señores de lo suyo, ni tenían recurso a ninguna persona por los robos, e fuerzas e otros males que padecían de los alcaides de las fortalezas e de los otros robadores o ladrones. E cada uno quisiera de buena voluntad contribuir la meitad de sus bienes por tener su persona e familia en seguridad»(723).
     Había ya Enrique IV acudido a este medio violento de restablecer la paz pública, autorizando la hermandad general de las ciudades, villas y lugares en la junta de Tordesillas de 1466. Alcanzó grande prosperidad y fue su justicia muy temida, pero también se dejó ir con la corriente de los abusos que denunciaron los procuradores a las Cortes de Ocaña de 1469.
     Apurado el sufrimiento de los pueblos, pensaron algunas personas principales en hacer hermandades para resistir y castigar a los tiranos y malhechores. Llegaron estas pláticas a noticia del contador mayor Alonso de Quintanilla y del provisor D. Juan de Ortega, y obtenida la aprobación de los Reyes Católicos, provocaron una numerosa reunión de procuradores de las ciudades y villas en Dueñas, en donde quedó asentado y resuelto confederarse por espacio de tres años, organizar una fuerza armada para perseguir a los delincuentes, repartir la suma necesaria a fin de pagar sueldo a 2.000 hombres de a caballo divididos en cuadrillas al cargo de ocho capitanes, y tomar por general de la hermandad a D. Alonso de Aragón, duque de Villahermosa.
     Instituida la hermandad, formó sus ordenanzas, las cuales fueron aprobadas por los Reyes Católicos a suplicación de los procuradores en las Cortes de Madrigal de 1476.
     Hízose la hermandad extensiva a todos los concejos y obligatoria, cuidando los Reyes Católicos de limitar su acción a los salteamientos de caminos, robos de bienes muebles y semovientes, muertes, heridas y prisión de hombres por propia autoridad, e incendio de casas, viñas y mieses, siempre que se cometieren estos delitos en campo yermo o despoblado. Todo lugar menor de 50 vecinos era habido por yermo o despoblado.
     En cada ciudad, villa o lugar ordenados a voz de hermandad se debían nombrar uno o dos alcaldes, según su vecindario, y cierto número de cuadrilleros a juicio del concejo.
     Cuando se denunciaba algún delito por la parte agraviada o era conocido de oficio, salían los cuadrilleros a perseguir a los malhechores y se mandaba tocar las campanas a rebato. Continuaban los perseguidores siguiendo el rastro hasta recorrer la distancia de cinco leguas, y llegando al cabo, la emprendían y proseguían por otras cinco los del pueblo inmediato, y así los demás sin cesar, mientras los delincuentes no fuesen presos o echados del reino.
     Los prelados, caballeros, alcaides de los castillos y tenedores de casas fuertes, los concejos, oficiales y hombres buenos de cualesquiera ciudades, villas y lugares estaban obligados a entregar a los malhechores acogidos a su protección; y si dijeren que no sabían de ellos, debían permitir a los alcaldes y cuadrilleros de la hermandad el registro de la morada sospechosa. La resistencia se castigaba con la pena reservada al malhechor, si fuese habido, además de otras accesorias.
     Tenían los alcaldes de la hermandad jurisdicción criminal, cuyo símbolo era una vara teñida de verde que usaban en poblado y despoblado. El procedimiento se seguía por trámites breves y sumarios. Recibida la información del hecho y preso el delincuente, los alcaldes de la hermandad, «sabida la verdad simpliciter e de plano sin estrépitu e figura de juicio», pronunciaban sentencia y la mandaban ejecutar sin apelación a ningún juez o tribunal superior.
     La pena de muerte en caso de hermandad por cualquiera de los delitos previstos en las ordenanzas, se daba públicamente con saeta en el campo, «según que se acostumbraba hacer en tiempo de las otras hermandades pasadas.»
     Tales fueron, en sustancia, los capítulos de la Santa Hermandad aprobados por los Reyes Católicos en las Cortes de Madrigal de 1476. La política que presidió a la institución de esta fuerza militar permanente no pudo ser más hábil y discreta. Limitar la jurisdicción de los alcaldes a pocos casos, someter los cuadrilleros a rigorosa disciplina poniendo a su frente capitanes y nombrar o hacer que fuese nombrado general de aquella milicia, siempre en pie de guerra, el Duque de Villahermosa, hermano bastardo de D. Fernando el Católico, eran medios seguros de encomendar a los concejos la persecución y el castigo de los malhechores, evitando los inconvenientes y peligros de la licencia popular. La unidad del cuerpo y la concentración del mando convirtieron la Santa Hermandad en un auxiliar poderoso de la monarquía, porque los 2.000 hombres de guerra que los concejos pagaban, «estaban prestos para lo que el Rey o la Reina les mandasen»(724).
     Asentado lo perteneciente a la Santa Hermandad, tratose en las Cortes de reformar la administración de la justicia y poner orden en el gobierno.
     Los muchos títulos que Enrique IV concedió del Consejo, de oidores de la Audiencia y de alcaldes de Corte y de la Chancillería, a pesar de las peticiones de los procuradores en contrario y de las promesas del Rey de emendarse, habían abatido estos oficios hasta envilecerlos, como se ha visto al examinar el cuaderno de las Cortes de Santa María de Nieva de 1473. Los Reyes Católicos, en éstas de Madrigal de 1476, accediendo a lo suplicado por los procuradores, redujeron a cuatro el número de los alcaldes de Casa y Corte, y a nueve el de los alcaldes de provincia que formaban parte de los tribunales superiores, revocaron las mercedes de alcaldías acrecentadas y otorgaron que no darían título del Consejo, de la Audiencia ni de la Chancillería sino en caso de vacante.
     La misma suerte corrió otra petición para que reformasen el Consejo, la Audiencia y la Chancillería, procurando que hubiese buenos jueces y oficiales y estuviesen bien pagados, pues mostraba la experiencia que la falta de justicia reconocía por causa la corrupción y poco temor de los malos jueces, de donde procedían la dilación de los pleitos y otros daños que no remedió Enrique IV, aunque lo prometió en las Cortes de Ocaña de 1469.
     Las personas poderosas se hacían pagar lo que les era o no debido sin mandamiento de juez y sin guardar orden ni forma de juicio. Tomaban por su propia autoridad prendas a los deudores, y con este color cometían robos como salteadores de caminos. Las peticiones dadas a D. Enrique IV en las Cortes de Ocaña de 1469 y Santa María de Nieva de 1473, no habían producido efecto, ni tampoco las ordenanzas de las hermandades para perseguir a los delincuentes y castigar los delitos.
     Al despojo de los bienes se añadían las fuerzas y prisiones de los despojados, que no hallaban amparo en la justicia. La ley hecha por Don Juan II en las Cortes de Valladolid de 1447 contra tales desafueros no se cumplía.
     Los alguaciles, merinos y otros ministros inferiores de la justicia embargaban a los labradores por deudas los bueyes y ganados de labor, y a los caballeros e hidalgos sus armas y caballo, contra el tenor y forma del derecho y las leyes del reino.
     Los Reyes Católicos dieron la razón a los procuradores, y otorgaron las tres peticiones terminantes a corregir los abusos de que se dolían.
     Don Juan II en las Cortes de Segovia de 1433 hizo un arancel que tasaba los derechos de los libramientos, privilegios, sobrecartas, etc., en razón de los pleitos y negocios que se ventilaban en la corte. Enrique IV, cediendo a los ruegos e importunaciones de los interesados, reformó aquellas ordenanzas y fijó derechos mucho más altos; «pero aun estas tasas desordenadas (dijeron los procuradores) no pudieron tanto henchir la cobdicia de los oficiales que por maneras exquisitas no llevasen más contías... que debían haber. E como estos tales oficiales hayan de poner la mano en muchas cosas, hacen tan grande estrago en las haciendas de muchos, que es cosa intolerable.» La petición fue cumplidamente satisfecha, dando los Reyes Católicos un extenso y minucioso arancel más moderado.
     Suplicaron los procuradores que para evitar las maliciosas dilaciones de los pleitos no fuesen admitidos por los jueces y tribunales sino dos escritos a cada parte en ninguna instancia hasta la conclusión, y otros dos en adelante en la prosecución del negocio, y asimismo que después de publicados los testigos no se mandase hacer probanza sobre aquellos artículos ni sobre los contrarios, salvo por escrituras auténticas o confesión de parte, porque además de entorpecer el curso de la justicia, se abría camino al soborno y corrupción de los testigos y a las pruebas falsas.
     En cuanto a lo primero, respondieron los Reyes que se guardase la ley de D. Juan I dada en las Cortes de Bribiesca de 1387, y respecto de lo segundo, acordaron la reforma solicitada por los procuradores.
     Los jueces eclesiásticos, así los ordinarios como los conservadores, de tal suerte usurpaban la jurisdicción real de los seglares, que apenas les dejaban el crimen entre legos de que pudieran conocer. Aquéllos prendían a los legos y se entrometían en causas profanas, y éstos los distraían de su propio fuero y los trataban injusta y ásperamente, y unos y otros turbaban la paz de las conciencias lanzando censuras. Los alguaciles eclesiásticos «han tomado la osadía de traer varas, no teniendo facultad para ello, lo qual es contra toda razón e justicia, e cosa non usada en los tiempos antiguos»; y de aquí que los legos no se atreviesen a resistirles, y que los prelados, cuya era la jurisdicción eclesiástica, «se llamasen a posesión.» Los frailes de la Trinidad y de la Merced y otras órdenes religiosas alegaban privilegios para ver los testamentos, y reclamaban las mandas hechas a personas y lugares inciertos a título de redención de cautivos. Si el difunto nada les había dejado, pretendían otro tanto como importaba la mayor manda contenida en el testamento, y llegaban al extremo de sostener que tenían derecho a todos los bienes de los que morían intestados.
     Los Reyes Católicos hallaron justa la petición contra los abusos de la jurisdicción eclesiástica, mandaron observar la ley dada por Don Juan II en Tordesillas en 2 de Mayo de 1454 en defensa de la jurisdicción real, y confirmaron la de Alfonso XI revocando cualesquiera cartas y privilegios concedidos por él o los Reyes sus antecesores a los institutos religiosos en razón de las demandas con que fatigaban a los herederos y testamentarios de los finados.
     Renovose en estas Cortes la cuestión tan debatida del nombramiento de corregidores. Las leyes del reino no consentían que el Rey los enviase a ninguna ciudad, villa o provincia sino a petición del concejo o concejos, cuando así cumpliese y sólo por un año prorogable por otro y no más, ejerciendo el corregidor bien su oficio. Los corregidores suplicaron contra la práctica de alargar los corregimientos dos, tres, cuatro o más años, porque (decían) «con esto se hacen parciales e banderos en los pueblos donde están»; pero los Reyes Católicos, cuya política ya se inclinaba a llevar la representación de su autoridad a todo el territorio de la monarquía, no hallaron conveniente renunciar a la facultad de nombrar magistrados que administrasen justicia en su nombre y reprimiesen con igual vigor los desmanes de la nobleza y la licencia popular, por lo cual respondieron que «asaz bien provisto está por las leyes de nuestros reinos.»
     Obsérvase en esta petición que ya se daban corregidores a las provincias con jurisdicción sobre varios concejos, rompiendo con la costumbre de enviarlos a tal ciudad o villa. El corregidor de provincia era un verdadero gobernador por el Rey de cierta comarca, oficio que tenía semejanza con el más antiguo de adelantado, con la diferencia de predominar en el uno las armas y en el otro las letras.
     Recordaron los procuradores las leyes hechas por Enrique IV en las Cortes de Valladolid de 1442 y Ocaña de 1469 contra el exceso de las mercedes, origen del estrago y disipación de su patrimonio real, cada vez más disminuido en fuerza de tantas donaciones de ciudades, villas, lugares y términos de la corona. Añadieron que no había cumplido la promesa de revocar las mercedes de juro de heredad y por vida concedidas desde el mes de Setiembre de 1464 en adelante, ni tampoco puesto el orden debido en el repartimiento de los mrs. situados en rentas determinadas conforme a la ley dada en las Cortes de Santa María de Nieva de 1473, y suplicaron que tornasen a la Corona real las villas y lugares de behetría que habían pasado a ser de señorío, entregándose a algunos caballeros y personas poderosas para que los defendiesen contra las persecuciones que de ellos mismos venían.
     Otorgaron los Reyes Católicos la petición relativa a moderar las mercedes, aplazaron la revocación de las hechas por Enrique IV, temerosos de provocar el descontento de la nobleza, y fieles a su política de disimular lo que no podían corregir, respondieron que mandarían ver lo tocante a las behetrías y proveerían lo conveniente a su servicio.
     La insensata prodigalidad de Enrique IV se había extendido a dar oficios de por vida en su Casa y Corte. Apenas subió al trono Isabel la Católica, se rodeó, como era natural, de las gentes que habían seguido su bandera cuando Princesa. Los oficiales nombrados por su hermano con la condición de conservar los cargos mientras viviesen, se quejaron del despojo, y los puestos por la Reina defendían su posesión con buenas razones.
     Los procuradores se hallaban perplejos. Por una parte (decían a la Reina), habiendo sucedido vuestra alteza como heredera universal del Rey vuestro hermano, y siendo así que por ficción de derecho el heredero se reputa una misma persona con aquel a quien sucede, parece que los oficios no espiraron con Enrique IV, y que los oficiales los deben tener durante su vida. Por otra, los oficios de vuestra casa y hacienda son de confianza, «y tales que siempre se mira para ello la fidelidad e industria de la persona, e que sea acepta e cognoscida del sennor que dél ha de confiar», por lo cual siempre acostumbraron los nuevos Reyes, al tomar las riendas del gobierno, poner consejeros, contadores, mayordomos, secretarios, camareros, despenseros y demás oficiales del servicio de su casa y administración de su hacienda, escogiendo personas de su agrado; pero si ofrecía inconvenientes y aun peligros para el Rey depositar sus secretos en sujetos desconocidos o de fidelidad dudosa, no militaba la misma razón en las alcaldías, regimientos, alguacilazgos, merindades, juraderías, escribanías y otros oficios de administración de las ciudades, villares y lugares. En conclusión, para terminar las contiendas pendientes y evitar cuestiones en los tiempos venideros, suplicaron los procuradores a la Reina que ordenase en forma de ley lo que por bien tuviere.
     La respuesta fue que los oficios de la Casa y Corte del Príncipe quedasen reservados a su libre provisión en llegando a reinar; y en cuanto a los pertenecientes al Rey, así en su Casa y Corte y Chancillería, como en las ciudades, villas, lugares y provincias del reino, se respetase el derecho de sus poseedores.
     Con este tino y prudencia cortaron los Reyes Católicos el nudo de la dificultad, conservando cerca de sí los servidores de más confianza, sin ofender a los que tenían oficios por la vida, ya fuesen de justicia, ya de administración de la hacienda y gobierno de los pueblos.
     A ruego de los procuradores redujeron al número antiguo el de alguaciles de Corte, y se reservaron proveer lo conveniente respecto al de alcaldes, regidores y escribanos, acrecentado desde Setiembre de 1464, cuya disminución otorgó Enrique IV en las Cortes de Ocaña de 1469 y Santa María de Nieva de 1473.
     También mandaron consumir las contadurías mayores que vacaren, hasta reducirlas al número antiguo de dos.
     En materia de tributos declararon que las sillas, frenos, espuelas y estribos no debían ser habidos por armas, y por tanto debían pagar alcabala; confirmaron la ley hecha en las Cortes de Santa María de Nieva de 1473, para que no se estableciesen portazgos nuevos, revocando cualesquiera mercedes y privilegios en contrario, y prohibieron a los alcaldes, regidores, jurados y demás oficiales de concejo arrendar por sí ni por tercera persona las rentas reales y las de los propios de las ciudades, villas y lugares conforme a lo establecido en las leyes del reino.
     Limitaron los Reyes Católicos la exención de pechos en favor de los que hubiesen obtenido cartas de hidalguía; ordenaron que solamente el Rey pudiese armar caballeros con las ceremonias y solemnidades determinadas en las Partidas para evitar que por este camino se disminuyese el número de los vasallos pecheros; ofrecieron suplicar al Papa en razón de los clérigos que se resistían a pechar por las heredades que compraban a los legos, y acordaron exigir el pago de los pedidos repartidos en el reino de Galicia, que hacía tiempo andaba muy remiso en satisfacer la deuda de los tributos, y obligar a rendir cuentas a los contadores mayores con toda puntualidad. Respecto a lo debido antes del fallecimiento de Enrique IV y a los finiquitos que dio, no embargante la ley hecha en las Cortes de Ocaña de 1469, respondieron a los Procuradores que proveerían sobre ello según entendieren conveniente a su servicio.
     Fijaron los Reyes Católicos, a ruego de los procuradores, el valor relativo de las monedas de oro, plata y vellón, a saber: los excelentes en 880 mrs; los enriques castellanos en la mitad, o sea 440; las doblas de la banda en 340; los florines en 240; el real en 30, y la blanca en 10, o sean tres blancas un mr.; es decir, que subieron el valor de la moneda con respecto al que tenía según la pragmática de Segovia de 1471, salvo el real, que bajó de 31 a 30 mrs.
     Reclamaron los procuradores la observancia y fiel ejecución de las leyes dictadas para reprimir la «endiablada osadía» de sacar la moneda de oro, plata y vellón, de la cual ya quedaba tan poca, que era de temer desapareciese del todo, sumiendo el reino en una extremada pobreza. Decían que nunca se aplicaba la pena al delincuente, «e quando mucho se hace, es que algunas personas que lo podrían corregir e castigar, llevan algún cohecho a los culpados en este delito, o con esto callan luego», y suplicaron a los Reyes Católicos que mandasen guardar y cumplirlas ordenanzas hechas por sus antepasados, principalmente la de Segovia de 1471, y no concediesen perdón a los que por sentencia definitiva fuesen condenados a muerte; petición otorgada en todas sus partes.
     Obligose Enrique IV a no dar cartas de naturaleza a extranjeros, cuya merced los habilitaba para obtener beneficios en las iglesias de León y Castilla como si hubiesen nacido en estos reinos, y aun revocó las concedidas, rindiéndose a las vivas instancias de los procuradores a las Cortes de Santa María de Nieva en 1473. Sin embargo, contra el tenor de esta ley, perseveró en el abuso de favorecer a los clérigos extranjeros con mengua y en perjuicio de los naturales.
     Los Reyes Católicos confirmaron el ordenamiento de Nieva, dieron por nulas todas las cartas de naturaleza expedidas por Enrique IV, y acordaron que en adelante no se otorgase dicha gracia a persona alguna, salvo por grandes servicios y a pedimento de los procuradores de Cortes.
     Protegieron la ganadería mandando guardar las leyes para que no se pidiese ni cogiese más de un servicio de montazgo cada año, y fuesen respetadas las cañadas y caminos de los pastores; fijaron la ley de once dineros y cuatro granos a la plata de marcar para labrar piezas sin fraude de los compradores, y evitar que los plateros fundiesen la moneda; prohibieron los tableros de juego que algunos concejos arrendaban; renovaron las leyes contra la usura, y especialmente las dadas por Enrique III, y la hecha por Enrique IV en las Cortes de Toledo de 1462 acerca de la contratación entre cristianos y Judíos; aumentaron las precauciones y cautelas para impedir que a título de bienes mostrencos fuesen los verdaderos dueños privados de su propiedad, y castigaron con rigor a los blasfemos; todo esto conforme a lo suplicado por los procuradores.
     Suplicaron asimismo la derogación de las leyes de Alfonso XI y Enrique II, en las cuales ordenaban que ni Judío ni Moro pudiese ser preso por deuda ni obligación que tuviere con cristiano; otorgaron que Judío ni Moro pudiese conocer de causa criminal alguna, aunque fuese entre ellos mismos, limitando la jurisdicción de sus alcaldes a los negocios civiles, como en los tiempos anteriores a Enrique IV; mandaron guardar los ordenamientos sobre que los Judíos y Moros llevasen señales en sus ropas para ser conocidos, porque los unos y los otros andaban «vestidos de pannos finos, e de ropas de tal fechura que no se podía conoscer si los Judíos eran Judíos, o clérigos, o letrados de grande estado y autoridad, ni si los Moros eran Moros, o gentiles hombres de palacio», y usaban guarniciones de oro y plata en las sillas, «e en las espuelas, e frenos, e estrivos, e en los cintos e espadas», y dictaron reglas para facilitar la contratación entre cristianos y Judíos sin fraude de usura, declarando el sentido de la ley hecha en las Cortes de Toledo de 1472, también de acuerdo con las peticiones de los procuradores.
     La jura solemne de la Princesa Doña Isabel y la institución de la Santa Hermandad en las Cortes de Madrigal de 1476, bastarían para hacerlas famosas y memorables. A esto se añade que tienen la importancia de un plan político o programa de gobierno en extremo honroso para los Reyes Católicos. Reformar el Consejo, la Audiencia y la Chancillería; reducir al número necesario los oficios de su Casa y Corte; vigorizar la justicia; abreviar los pleitos; reprimir las invasiones de la jurisdicción eclesiástica con menoscabo de la real ordinaria; poner coto al exceso de las mercedes; llevar la representación de la monarquía y del poder civil a los pueblos por medio de los corregidores; conferir los beneficios eclesiásticos a los naturales con exclusión de los extranjeros; arreglar la moneda y restablecer el orden en la hacienda, no eran grandes novedades en el fondo, pero sí un conjunto de acertadas providencias dirigidas a emendar los yerros y reparar las injusticias del reinado anterior.
     A las continuas veleidades de Enrique IV opusieron los Reyes Católicos todo un sistema, y al menos precio de las leyes el propósito deliberado y la firme resolución de hacerlas guardar y cumplir a los grandes y pequeños.
Ayuntamiento de Madrid de 1473.      Escribe Mariana que en 1478 se celebraron en Madrid Cortes generales en que de común consentimiento y acuerdo, se confirmaron las hermandades por otros tres años(725). Ortiz de Zúñiga dice que para jurar al Príncipe D. Juan, nacido en Sevilla el 30 de Junio, mandaron los Reyes Católicos llamar los procuradores de Cortes, aunque no se señaló por entonces dónde habían de ser(726).
     Lo que hay de cierto es que el Rey, dejando a la Reina en Sevilla, vino a Madrid por el mes de Abril, a donde le llamaban los negocios de la Hermandad. En Madrid tuvo junta de los diputados de las hermandes, en la cual quedó asentado prorogarlas por tres años más(727).
     Así, pues, Mariana padeció el error de tomar por Cortes generales a quel ayuntamiento a voz de hermandad; y en cuanto a la noticia de Ortiz de Zúñiga, basta con advertir que, refiriéndose a un hecho posterior al nacimiento del Príncipe D. Juan, no se puede confundir con la junta celebrada en Madrid, que fue anterior.
     Además de esto, el llamamiento de procuradores en la segunda mitad del año 1478 parece poco probable, ya porque la noticia no se apoya en documento alguno, ya porque no se halla confirmada en otros autores, y ya, en fin, porque el Príncipe D. Juan no fue jurado hasta las Cortes generales de Toledo de 1480.
Cortes de Toledo de 1480.      Célebres sobre todo encarecimiento fueron estas Cortes de Toledo. Oigamos si no al cura de los Palacios, que después de contar la muerte de D. Juan II de Aragón, y cómo D. Fernando el Católico pasó a dicho reino y tomó posesión de la herencia paterna, prosigue diciendo que presto dio la vuelta para entender en las cuestiones pendientes entre Castilla y Portugal, «e por facer Cortes... donde convocados todos los grandes de Castilla, así caballeros como prelados o procuradores de todas las villas e ciudades de estos reinos, fueron ordenadas muchas buenas cosas, e comentadas e declaradas muchas leyes antiguas, e dellas acrecentadas, o dellas evaquadas, e fechas muchas pragmáticas provechosas al pro común e a todos, según en el libro que mandaron facer sus Altezas al Dr. Alfonso Díaz de Montalvo que hoy día parece, el quallibro mandaron tener en todas las ciudades, villas e lugares, e llamar el Libro de Montalvo, e por él mandaron determinar todas las cosas de justicia para cortar los pleitos»(728).
     Pone el autor citado las Cortes de Toledo en el año 1479, en lo cual no concuerda con Hernando del Pulgar, que escribe: «En este año siguiente del Señor, de 1480 años, estando el Rey e la Reina en la cibdad de Toledo, acordaron de facer Cortes generales en aquella cibdad»(729).
     El ordenamiento lleva la fecha de 23 de Mayo de 1480; pero con esto no se resuelve la cuestión, pues queda siempre en pie la duda si tuvieron principio al acercarse a su término el año anterior.
     Tampoco la resuelve el Memorial de Galíndez de Carvajal de modo que disipe toda oscuridad(730). Mariana las fija dentro del año 1480(731). Colmenares sigue su opinión(732) y Ortiz de Zúñiga adopta la contraria con buenas razones(733).
     La discordia de los autores es más aparente que verdadera, pues unos dan a las Cortes de Toledo la fecha de su principio, y otros la de su conclusión. El año que con más propiedad les conviene, según el criterio de la historia, es el de 1479, que le asignan Bernáldez y Ortiz de Zúñiga; pero su título oficial será siempre el de Cortes de Toledo de 1480, porque así consta del ordenamiento.
     Adviértese en este documento la novedad de omitir los nombres de los grandes del reino, así prelados como caballeros que rodeaban el trono, limitándose los Reyes Católicos a declarar que establecieron leyes con acuerdo de los prelados, caballeros y doctores de su Consejo. La omisión no parece casual, sino al contrario, muy meditada. Desterrar de los cuadernos de Cortes la antigua fórmula «estando y conmigo», tiene grande analogía con el desuso de los privilegios rodados, porque nadie sospechase que eran necesarias las confirmaciones de ciertos altos dignatarios de la Iglesia y del Estado para suplir el defecto de potestad en los Reyes y dar mayor fuerza a sus actos. La política de Fernando e Isabel tuvo por norte levantar sobre las ruinas del régimen feudal una robusta monarquía, capaz de resistir a tan recias tempestades como descargaron sobre Castilla en los reinados de D. Juan II y D. Enrique IV. De ahí la preferencia que dieron en las cosas del gobierno a los letrados, hombres modestos y de costumbres sencillas, de quienes no podía sospecharse ambición ni temerse rebeldía, que eran vicios profundamente arraigados en el ánimo de la nobleza.
     Por lo demás, concurrieron a las Cortes de Toledo de 1480 «todos los grandes de Castilla, así caballeros como prelados, según el testimonio de Bernáldez confirmado por Pulgar(734).
     En cuanto a los procuradores, fueron llamados los de las ciudades y villas «que suelen enviar procuradores de Cortes en nombre de todos nuestros reinos», según dicen los Reyes Católicos en el preámbulo del ordenamiento. Cuáles fueron estas ciudades y villas allí no se declara; pero por fortuna Hernando del Pulgar rompe el silencio, y nos hace saber los nombres de las ciudades de Burgos, León, Ávila, Segovia, Zamora, Toro, Salamanca, Soria, Murcia, Cuenca, Toledo, Sevilla, Córdoba, Jaén, y de las villas de Valladolid, Madrid y Guadalajara, «que son (añade) las diez e siete cibdades e villas que acostumbran continamente enviar procuradores a las Cortes que facen los Reyes de Castilla e de León»(735).
     Desde las famosas de Alcalá de Henares de 1348 que se citan con elogio por lo concurridas, no hay medio de averiguar el número cierto de ciudades y villas que enviaron procuradores a las que después se celebraron. Exceptúanse de la regla general las Cortes de Madrid de 1391, pues se sabe que asistieron los procuradores de cuarenta y nueve ciudades y villas. En resolución, no suministra la historia la copia necesaria de noticias para determinar cuándo y cómo se fue introduciendo la costumbre de resumir toda la representación de los reinos de Castilla y León en el voto de catorce ciudades y tres villas, que era la práctica recibida en los tiempos de Pulgar. Sin embargo de que tal fuese en 1480 el uso recibido, nótese que aún no estaba bastante arraigado para constituir una verdadera tradición, pues todavía a las Cortes de Valladolid de 1440 concurren los procuradores de las ciudades, villas y lugares del reino sin número limitado.
     En éstas de 1480 fue jurado el Príncipe D. Juan sucesor de los reinos de Castilla y León, por los grandes, prelados, caballeros, ricos hombres y procuradores de las ciudades y las villas. Verificose la solemne ceremonia un día del mes de Abril, en la iglesia de Santa María, delante del altar mayor(736). En el cuaderno de las leves y ordenanzas hechas en las Cortes referidas, se hace mención expresa del acto de la jura por los procuradores.
     Tantas y tan graves materias de justicia y de gobierno se trataron en las de Toledo de 1480, que es difícil analizarlas. La fecunda iniciativa y el recto criterio de los Reyes Católicos rayan muy alto. Esta sola obra bastaría para acreditarlos de sabios legisladores y hacerlos dignos de eterna fama.
     No menos de treinta y seis capítulos consagraron a la organización del Consejo, cuya institución fue desde entonces hasta ayer el eje de la monarquía tradicional de España. Diéronle nueva planta, y lo compusieron de un prelado, tres caballeros y ocho o nueve letrados, para que continuamente se juntasen y despachasen todos los negocios con brevedad.
     Los caballeros y letrados que tenían título de Consejo podían entrar y hablar de sus propios negocios, pero debían salir después de haber hablado. Los arzobispos, obispos, duques, condes, marqueses y maestres de las órdenes militares podían permanecer en la sala del Consejo; mas solamente los letrados diputados para el despacho de los negocios los libraban.
     Por este rodeo llegaron los Reyes Católicos a excluir de la participación en el gobierno supremo a los magnates sin ofenderlos demasiado, porque conservándoles el título de su Consejo lisonjeaban la vanidad del prócer orgulloso, y entregaban el poder a los juristas, hombres de mediana condición, llanos en su trato, versados en la ciencia del derecho, celosos en la aplicación de las leyes, cuyos hábitos de secreto y disciplina facilitaron la organización de la magistratura, cuerpo destinado a templar con el respeto a la justicia el rigor de la monarquía, cuando fue mayor el peligro de que se deslizase por la pendiente de lo arbitrario, una vez rotas las prisiones en que la tuvo la nobleza durante el largo período del feudalismo.
     Dividieron los Reyes Católicos el Consejo en cinco salas, que dieron origen a otros tantos Consejos. Una entendía en las embajadas de los reinos extraños, en las negociaciones con la corte de Roma otras cosas necesarias de se proveer por expediente. «La sala de Justicia, compuesta de prelados y doctores, oía las peticiones, examinaba los pleitos y procesos que ante ella pendían, y los determinaba por sentencia definitiva. En otra parte del palacio estaban caballeros y doctores naturales de Aragón, Valencia, Cataluña y Sicilia, instruidos en los fueros y costumbres de aquellos pueblos, según convenía para despachar con acierto las peticiones y demandas, y en general los negocios que a dichos estados se referían. Formaban distinta sala los contadores mayores «e oficiales de los libros de la facienda e patrimonio real», y también tenían la suya los diputados de las hermandades de todo el reino que resolvían los asuntos concernientes a la Hermandad con arreglo a las leyes por que se regía. De aquí procedieron el Consejo Real de Castilla, el de Aragón, los de Estado y Hacienda, a los cuales se agregó en estas mismas Cortes el de la Suprema Inquisición, que conocía de las causas de la fe y de los delitos de herejía(737).
     Reformado el Consejo, cuidaron los Reyes Católicos de darle nuevas ordenanzas, en las que nada omitieron de cuanto les pareció conveniente al breve despacho de los negocios. La asistencia continua, las lloras del trabajo, el secreto en las deliberaciones, los acuerdos por las dos terceras partes de los votos, el señalamiento y anuncio de los pleitos que se habían de ver en el día, el llamamiento de las partes, la decisión de las cuestiones leves procediendo de plano y sin figura de juicio, la policía de los estrados, la visita de las cárceles los viernes de cada semana, las obligaciones de los procuradores fiscales, relatores y escribanos, todo esto y otras menudencias se hallan determinadas en las ordenanzas. La previsión de los Reyes llegó al punto de adoptar precauciones contra la intemperancia de la palabra, estableciendo la regla, que los del nuestro Consejo refrenen los decires, e fablas e interposiciones en tanto que entendieren en los negocios, por que no se empache, la expidición dellos.»
     Declararon los Reyes Católicos su voluntad de asistir los viernes al Consejo, para concurrir a la deliberación en negocios arduos, y velar sobre el modo de tratar y resolver todos los demás, así de gobierno como de justicia.
     La competencia del Consejo era muy varia y compleja, porque a un tiempo ejercía autoridad y jurisdicción por delegación y en nombre del Rey. Así entendía en lo civil y criminal, en los casos de fuerza, en las quejas contra sus individuos y los oficiales de la Casa Real, en las negociaciones con los embajadores, y por regla general «en los fechos grandes», salvo los que los Reyes Católicos se reservaron para determinar por sí mismos, como provisión de beneficios eclesiásticos, mercedes de por vida o de juro de heredad, nombramiento de corregidores, oficios de ciudades, villas y lugres, etc.
     De las sentencias y resoluciones del Consejo no había apelación ni recurso de alzada, nulidad u otro alguno, excepto el de suplicación ante el Rey o revisión ante el mismo Consejo.
     Las cartas libradas por el Consejo debían ser obedecidas y cumplidas por todas las personas de cualquiera ley, estado, condición, preeminencia o dignidad, como si fuesen firmadas por los Reyes con sus nombres.
     También alcanzó la reforma a la Chancillería, tribunal superior que los Reyes Católicos compusieron de un prelado, cuatro oidores, tres alcaldes, un procurador fiscal y dos abogados de los pobres, y determinaron que los pleitos primeramente conclusos fuesen los primeros que se fallasen, salvo si los Reyes mandasen dar la preferencia a otro cualquiera pleito o negocio, o si los jueces, mediando alguna causa legitima, estimasen necesario anteponerlo.
     Fijaron en cuatro el número de los alcaldes de Corte y su rastro, y establecieron reglas acerca del modo de proceder en las causas criminales sometidas a su jurisdicción. De las sentencias de los alcaldes en los negocios civiles se daba apelación al Consejo.
     Limitaron a doce el de escribanos de la Audiencia, mandaron que los que a la sazón tenían estos oficios los conservasen por toda su vida, y las vacantes se fuesen consumiendo hasta reducir las escribanías al número señalado, y retiraron a los oidores la facultad de proveerlas por sí.
     Eran muchos los escribanos que había esparcidos por el reino, y los Reyes Católicos, a petición de los procuradores, ordenaron que en adelante no se diese título de escribanía de cámara ni pública sino a favor de persona conocida de los del Consejo, examinada por ellos y juzgada hábil e idónea para el oficio y en virtud de real mandamiento.
     Para evitar los daños que a las partes se seguían de la ignorancia y malicia de los abogados, encargaron la fiel observancia de las leyes que los obligaban a prestar juramento en las manos de un juez de usar bien de su oficio aconsejando lo justo, absteniéndose de ayudar toda causa injusta y abandonando la defensa de la parte luego que conociesen la injusticia.
     Suspendieron de sus oficios a los alcaldes del adelantamiento de Castilla, de cuyas fuerzas y agravios se quejaron los procuradores, diciendo que los pueblos en donde ejercían jurisdicción «no recibían de ellos beneficio ni provecho alguno, salvo cohechos y tiranías.»
     Tan severos se mostraron los Reyes Católicos en esta ocasión, que amenazaron a los desobedientes con las penas en que incurrían las personas privadas que usurpaban oficios públicos de justicia, y llevaron el rigor al extremo de declarar que, si los alcaldes suspensos hiciesen algún embargo o ejecución, así ellos como los ejecutores fuesen habidos por robadores, «e ser caso de hermandad para que sean pugnidos... como si robasen en yermo.»
     Prohibieron que los corregidores llevasen el salario del tiempo en que estuviesen ausentes de sus oficios, excepto si los sirviesen por sus tenientes nombrados con facultad real, y lo mismo los pesquisidores enviados para averiguar la razón de las quejas que se dieren contra ellos, pues acreditaba la experiencia que por obtenerlos «se hacían infintas e mudanzas de verdad», apareciendo los más inocentes culpados; sometieron a juicio de residencia los corregidores, alcaldes, alguaciles y merinos de las ciudades, villas y lugares, fijando el plazo de treinta días contados desde el último en que hubiesen tenido administración de justicia, y nombraron por veedores personas discretas y de buena conciencia, a quienes encomendaron visitar cada año las provincias e informarse de cómo los jueces usaban de su oficio; de si se hacían torres o casas fuertes en la comarca, y si sus alcaides o dueños alteraban la paz pública; del estado de las cuentas de propios de los concejos, no para tomarles los Reyes cosa alguna de sus rentas, sino por refrenar la malversación de sus caudales; de las reparaciones que pedían los puentes, pontones y calzadas de las diligencias que se practicaban a fin de conseguir la restitución de los términos comunes usurpados, y de inquirir si las derramas hechas por los concejos sobre los pueblos fueron cobradas y gastadas, y en qué se gastaron.
     Los veedores o visitadores debían dar a los Reyes cumplida relación de todo lo que, observasen, y conocidos los males, eran los remedios prontos y eficaces.
     El celo infatigable de los Reyes Católicos por la recta administración de la justicia avivó su deseo de emprender otras reformas, cuya mayor parte tendía a mejorar el procedimiento civil y criminal.
     A ruego de los procuradores protegieron los concejos contra los caballeros y demás personas que por su propia autoridad ocupaban sus lugares, términos, jurisdicciones, prados, pastos y abrevaderos, remitiendo estas cuestiones de posesión a los jueces que debían reintegrar en la plenitud de su derecho al despojado, sabida la verdad, de plano y sin figura de juicio. También prohibieron, bajo graves penas, tornar las rentas eclesiásticas, ora perteneciesen a los prelados y a los clérigos, ora estuviesen aplicadas a las fábricas de las iglesias o a los estudios generales de Salamanca y Valladolid.
     Simplificaron los trámites de la recusación de los jueces sospechosos; estrecharon los términos del segundo y tercer emplazamiento; atajaron el abuso de las excepciones maliciosas que por dilatar la paga alegaban los deudores; determinaron que se hubiesen por fenecidos los pleitos de menor cuantía, esto es, aquellos cuya estimación no excediese de tres mil mrs., con la sentencia definitiva del juez de la ciudad, villa o lugar, y declararon las dudas acerca del plazo dentro del cual se debían interponer las apelaciones.
     En materia criminal ordenaron que nadie tuviese cargo de carcelero de la Casa y Corte y de la Chancillería sin ser presentado a los alcaldes y admitido por ellos como persona hábil y fiable; renovaron las leyes contra los que encubrían los malhechores en fortalezas o castillos, o en sus casas de morada; limitaron el antiguo privilegio concedido para mantener poblados los lugares de la frontera de Moros, según el cual se remitía la pena al delincuente después de cierto tiempo de servicio en la guerra, y confirmaron a los hidalgos los de no ser puestos a cuestión de tormento, ni presos por deudas, ni responsables con sus armas y caballos al pago de las que contrajeren.
     Mandaron observar el ordenamiento hecho en las Cortes de Madrigal de 1476 acerca de la tasa de los derechos que se debían satisfacer al sacar cartas de merced y otros que devengaban los oficiales de la justicia; hicieron algunas declaraciones relativas a los jueces, escribanos, alguaciles y carceleros, y prohibieron a los procuradores fiscales pedir ni llevar derecho ni salario de las partes, y a los jueces asalariados exigir cosa alguna por la vista de los procesos.
     La relajación de las leyes y ordenanzas municipales había dado entrada a muchos y graves abusos, sobre todo en la provisión de los oficios públicos, corrompiendo la naturaleza de los concejos, en los cuales se atendía menos al bien común que a los particulares intereses de algunas personas o familias poderosas avecindadas en el pueblo o la comarca.
     Los Reyes Católicos, cuyos altos pensamientos nunca fueron parte a distraer su atención de los pormenores del gobierno y la justicia, prohibieron a los caballeros y comendadores de las órdenes militares aceptar oficios de regimiento, ni veinticuatría, ni juradería de ciudad alguna, villa o lugar, y a los alcaldes, reñidores, jurados, alguaciles y otras cualesquiera personas que tuviesen voto en el cabildo o ayuntamiento del pueblo de donde fueren vecinos, vivir con quien asimismo lo tuviese por razón de su cargo; discreta precaución para evitar que la discordia penetrase en los concejos con la facilidad de agruparse los oficiales y dividirse en bandos.
     Establecieron por ley que los regidores residiesen en la ciudad o villa en donde debían servir sus oficios, por lo menos cuatro meses del año continuos o interpolados, so pena de perder los salarios que disfrutaban.
     Para corregir los fraudes que cometían renunciando el oficio en favor del pariente o del amigo en hora cercana a la muerte, declararon nulas las renuncias, si después de hecha no viviere el renunciante veinte días.
     Revocaron las cartas expectativas de vacante al tenor de lo ordenado en las Cortes de Valladolid de 1442, así como las mercedes de dichos oficios en calidad de perpetuos que prodigaron D. Juan II y D. Enrique IV, y subsistían a pesar de la ley dada a petición de los procuradores en las de Ocaña de 1469. Los Reyes Católicos hallaron notorios inconvenientes en hacerlos «quasi de juro de heredad para que vengan de padre a fijo como bienes hereditarios»; cosa reprobada en derecho, porque (dijeron) «puesto que se presume que la persona que tiene el oficio es digna e hábile para lo ejercer, no se sigue por eso que lo será el fijo o el hermano.»
     Parecíalles «cosa desaguisada e de mala gobernación» que cada ciudad o villano tuviese su casa pública de ayuntamiento o cabildo, en la cual se juntasen las justicias y regidores, a entender en las cosas complideras a la república que han de gobernar», y mandaron a los concejos que las edificasen señalándoles el plazo de dos años, y conminando a las justicias y regidores con la pérdida de sus oficios, si lo mandado no fuese cumplido.
     Firmes en el propósito de reservar para los naturales de estos reinos las dignidades y beneficios eclesiásticos con exclusión de los extranjeros, aprobaron y ratificaron las leyes hechas en las Cortes de Santa María de Nieva de 1473 y Madrigal de 1476 revocando las cartas de naturaleza. También revocaron las mercedes que los Reyes sus antecesores habían dispensado a ciertos caballeros y escuderos de las montañas a quienes concedieron la provisión de algunas iglesias parroquiales, anteiglesias y felingresías por juro de heredad, y revindicaron este derecho para la corona. Dictaron severas providencias contra los arzobispos y obispos que tomaban o no consentían tomar en nombre del Rey las alcabalas, tercias, pedidos y monedas que les eran debidas en las ciudades, villas y lugares de sus iglesias y dignidades, y contra los clérigos de vida licenciosa a quienes no trayendo hábito decente y tonsura, retiraron el privilegio del fuero, y renovaron las leyes dadas por D. Juan I en las Cortes de Soria de 1380 y Briviesca de 1287 acerca de las mujeres que públicamente fuesen mancebas de los clérigos, así como de los frailes y monjes; costumbres disolutas que procuraron corregir, porque cedían «en ofensa de Dios e de su Iglesia, e enojo e perjuicio de la república, e de la buena gobernación de estos reinos, e de la pública honestidad de las personas eclesiásticas.»
     Ordenaron que los excusados, en virtud de privilegios concedidos a ciertas iglesias, universidades o personas singulares, se entendiesen ser del número de los pecheros medianos o menores, y no de los mayores; que en adelante no hubiese excusados de pechos y derramas concejales, por relevar a las viudas, huérfanos y personas pobres de las ciudades, villas y lugares de las grandes fatigas y agravios que recibían de pagar mayor cuantía que pagarían, si no fuesen tantos los exentos; que ningún caballero, alcalde, regidor, jurado ni escribano de concejo arrendase las rentas reales, ni las de propios de los pueblos, so pena de perder los oficios o la tercera parte de sus bienes, si oficios no tuvieren; que no se pidiese a los ganados que pasasen a extremo a herbajar o saliesen del herbaje, más de un servicio y montazgo en los puertos antiguos, según lo establecido en las Cortes de Ocaña de 1469 y Santa María de Nieva de 1473, «so pena de que qualquier que de otra guisa lo pidiere o cogiere, muera por ello»; que tampoco se exigiesen almojarifazgo, diezmo ni otros derechos sobre mercaderías en puertos de la tierra o del mar, en barcas o ríos, ni por otras personas ni en otros lugares que los acostumbrados antes del año 1474, cuando por cartas y licencias de Enrique IV empezaron las nuevas imposiciones; que los gallineros de la corte pagasen las aves necesarias para la mesa de los Reyes al precio de la tasa acordada por el mayordomo de la Casa Real y los del Consejo, y fuesen siempre acompañados de un oficial del concejo, «e les fagan dar las dichas aves, e les fagan pagar»; que ningún caballero ni persona tomase para sí ni para los suyos posada en las ciudades, villas y lugares de la Corona, ni los concejos la diesen, pena de diez mil mrs. por cada vez, y que, yendo la corte de viaje, el mayordomo o mayordomos de los Reyes se juntasen con los del Consejo y determinasen el número de hombres, carretas y bestias de guía que fueren menester, y tasasen lo que se hubiere de pagar según el camino, el tiempo y la costumbre de la tierra.
     Puesta la mira en Granada, mandaron los Reyes Católicos reparar, guarnecer y abastecer los castillos fronteros, y reivindicaron para sí el quinto de las presas y ganancias de la guerra, a que ningún particular tenía derecho sino en virtud de alguna concesión especial, porque se daban al Rey «en sennal e reconocimiento de naturaleza e sennorío»(738).
     La vigilante solicitud de aquellos esclarecidos monarcas no se limitó a cicatrizar las heridas de las discordias civiles que afligieron los reinos de Castilla en los tiempos calamitosos de D. Juan II y D. Enrique IV. Adivinaron que era necesario abrir las fuentes de la riqueza pública para fundar la gran monarquía de España, ya poderosa y temida antes de bajar Isabel la Católica al sepulcro, por la gloria de sus armas y la extensión de sus dominios.
     Comprendiendo los beneficios del comercio y su influjo en la prosperidad de los estados, dictaron leyes inspiradas por el deseo de protegerlo y desarrollarlo. No todas, en verdad, llevan el sello del acierto contempladas a la luz de la ciencia moderna, porque hasta el genio paga su tributo a los errores del siglo; pero algunas revelan un legislador resuelto a lanzarse por sendas no trilladas, y merecen las alabanzas de la posteridad como principio de verdaderas y útiles reformas.
     Unidas las coronas de Castilla y Aragón por la muerte de D. Juan II, padre de D. Fernando el Católico, en Enero de 1479, desaparecieron las fronteras del comercio entre ambos reinos, y pudieron pasar libre y seguramente de una a otra parte los mantenimientos, ganados y mercaderías de cualquiera calidad que fuesen, sin embargo de las leyes y ordenanzas que hasta entonces lo habían vedado. Era el deseo de los Reyes que todos los naturales de Castilla, León y Aragón se comunicasen «en sus tratos y facimientos»; hábil política para estrechar los vínculos de amistad entre dos pueblos regidos por el mismo cetro hasta hacerlos hermanos, y constituir una sola familia, la patria común, y en fin, la unidad nacional.
     Tasaron los precios de las provisiones que vendían los mesoneros porque había gran desorden; confirmaron las leyes contra los regatones, y prohibieron comprar mantenimientos para revenderlos al menudeo en la corte y cinco leguas a la redonda; revocaron las mercedes de Enrique IV a ciertos caballeros para que todos los cueros de ganados se negociasen en lugares y días señalados, y nadie los comprase sino las personas favorecidas con este privilegio; ofrecieron proveer lo conveniente, después de madura deliberación, acerca de los mercados francos, consultando la comodidad de los pobres y viandantes y la necesidad de reprimir los fraudes que se cometían por no pagar la alcabala; vedaron la saca de pan, armas, caballos y otras cosas para tierra de Moros, no por limitar la contratación, sino como un medio de estrechar al enemigo y obligarle a consumir sus fuerzas; declararon e interpretaron la ley «para refrenar los logros o la cobdicia con que se mueven los logreros», hecha en las Cortes de Madrigal de 1476, y ordenaron que no se pidan ni lieven por nos ni por otras personas precio de los navíos que quebraron o se anegaron en los nuestros mares, sino que los tales navíos e todo lo que en ellos viniere, queden e finquen para sus duennos, e no les sea tomado e ocupado por persona alguna so color del dicho precio»; ley justa y humana que hizo desaparecer para siempre como un resto de la barbarie de edades ya remotas, el llamado derecho de naufragio(739).
     No introdujeron novedad alguna en la moneda de Castilla y León reservándose proveer lo conveniente por sus cartas después de maduro consejo, y se limitaron a mandar la observancia de las leyes que prohibían sacar del reino oro, plata o vellón amonedado o en pasta. La pena de muerte en que incurrían los culpados lo este delito fue reservada para los que sacasen 250 excelentes o 500 castellanos y de ahí arriba, o cantidad inferior en caso de reincidencia.
     Confirmaron los ordenamientos contra el juego hechos en las Cortes de Zamora de 1429, Toledo de 1436 y Madrigal de 1476; establecieron penas rigorosas para reprimir la licencia de sacar en poblado a ruido o pelea trueno, espingarda, serpentina u otro tiro de pólvora o ballesta, o disparar desde las casas armas arrojadizas, salvo si quien lo hiciere obrase en defensa propia o del lugar de su domicilio, y amenazaron con la de muerte y perdimiento de bienes a los que siguiesen la mala usanza «que quando algund caballero, o escudero, o otra persona menor tiene queja de otro, luego le envía una carta, a que ellos llaman cartel, sobre la queja que dél tiene, e desta e de la respuesta del otro vienen a concluir que se salgan a matar en lugar cierto, e cada uno con su padrino o padrinos o sin ellos, segund los tratantes lo conciertan.» El texto indica que entonces empezó a ser frecuente el duelo.
     Celebran los historiadores la protección que Isabel la Católica dispensó a las ciencias y las letras, y el impulso que con su ejemplo dio a la cultura del pueblo castellano. Entre los medios de promover los estudios y difundir los conocimientos útiles por las partes más remotas de la monarquía, fue uno muy principal conceder privilegios a los extranjeros que se estableciesen en Castilla y enseñasen a los naturales el arte de la imprenta.
     Otros Reyes sus antepasados, considerando cuán provechoso era introducir en estos reinos libros de molde «para que con ellos se ficiesen los hombres letrados», ordenaron que no pagasen alcabala. Los Reyes Católicos extendieron la franquicia a todos los demás derechos, tales como almojarifazgo, diezmo y portazgo; de suerte que hicieron libre la entrada de todos los libros, ya viniesen por mar, ya por tierra.
     Para honrar a los sabios y ennoblecer a los que «por sus méritos e suficiencias resciben insinias e grados», prohibieron usar el título de bachiller, licenciado o doctor a los que no fuesen graduados en los estudios generales.
     Las leyes relativas a los Moros y Judíos, si no fueron blandas, tampoco rigorosas en extremo. El trato y comunicación de unos y otros con los cristianos parecieron peligrosos a la pureza de la fe durante toda la edad media, como se muestra en los muchos ordenamientos de Cortes prohibiendo que viviesen juntos los fieles y los infieles.
     Los Reyes Católicos, a petición de los procuradores, mandaron que todos los Judíos y Moros de sus reinos tuviesen sus juderías y morerías distintas y apartadas de la vivienda de los cristianos; diputaron personas de confianza para hacer la separación dentro de dos años; dieron licencia de construir sinagogas y mezquitas en los barrios destinados a la habitación de los Judíos y Moros, en equivalencia de las que tuviesen en los lugares que abandonaban, «tamañas como de primero»; facilitaron la edificación apremiando a los dueños de las casas y suelos señalados al efecto a venderlos por precio de tasación convenido entre dos personas, una designada por los cristianos a quienes importase, y otra por la aljama respectiva, dirimiendo la discordia, si la hubiese, el diputado o diputados que entendiesen en el apartamiento de las moradas; prohibieron a los Judíos adornar con oro o plata las toras o libros de su ley, salir con vestiduras de lienzo sobre las ropas a recibir a los Reyes, llevar a enterrar los suyos cantando a voces por las calles, etc.
     En medio de la severidad de estas leyes, no sólo toleran los Reyes Católicos los cultos mosaico y mahometano, pero también protegen la fabricación de nuevos templos para el uso de los Judíos y los Moros en reemplazo de los antiguos que el precepto de no vivir «a vueltas con los cristianos» obligaba a derrocar. Por lo demás, no deja de ser curioso el procedimiento para la tasación de las casas y solares sujetos a la enajenación forzosa, que en la sustancia no difiere del que en casos análogos se observa en el día.
     Los procuradores a las Cortes de Toledo de 1480 suplicaron con mucho ahínco a los Reyes que mandasen restituir las rentas reales antiguas a su debido estado, «porque no lo faciendo, de necesario les era imponer nuevos tributos... de que sus súbditos fuesen agraviados.» También les suplicaron la revocación de las inmensas mercedes de ciudades, villas y lugares enajenadas de la corona sin justa razón por Enrique IV.
     Ambas peticiones eran arduas. Por un lado la disipación del patrimonio real pedía remedio: por otro una revocación general de las mercedes de juro de heredad de oficios públicos y de ciudades, villas y lugares lastimaba los intereses de los grandes, prelados, caballeros, escuderos, iglesias, monasterios y personas de todos estados.
     En tan grave conflicto acordaron los Reyes Católicos escribir sus cartas a todos los duques, condes, prelados y ricos hombres ausentes de la corte llamándolos para oírlos y entender en la cuestión, y a los que no pudiesen venir, requiriéndolos para que dijesen su parecer y enviasen su voto. Hubo largas pláticas y opuestas opiniones, como era natural, en materia tan delicada y de tanta confusión. Los Reyes dieron comisión a Fr. Hernando de Talavera, grave y docto religioso, de proponer lo más conforme a razón y justicia, y por su consejo anularon muchas mercedes de juro de heredad y de por vida hasta la cuantía de treinta cuentos de mrs. Unos lo perdieron todo, a otros les quitaron la mitad, el tercio o el cuarto, y algunos más afortunados conservaron lo adquirido, porque lo habían bien merecido sirviendo con lealtad. El rigor no alcanzó a las iglesias, monasterios, hospitales y personas pobres, que conservaron los mrs., el pan, las tercias y demás cosas debidas a la liberalidad de los Reyes antepasados.
     Murmuraron los descontentos, pero se resignaron con su suerte, considerando la justicia y la necesidad de la reforma, la cual fue, sin embargo, más templada que rigorosa, pues todavía revocó Isabel la Católica en su testamento varias mercedes que hicieron los Reyes sus antecesores, y ella misma en los primeros años de su reinado(740).
     Las reformas legislativas introducidas por los Reyes Católicos en las Cortes de Toledo de 1480, no satisfacían sus deseos de legar a la posteridad una compilación de leyes, ordenanzas y pragmáticas, descartando las superfluas, suprimiendo las derogadas, declarando las dudas, evitando las contradicciones, y en fin, formando un verdadero cuerpo legal que fijase el derecho y facilitase la administración de la justicia que carecía de regla cierta, y fluctuaba a merced de las caprichosas interpretaciones de los jueces y abogados.
     El Ordenamiento de Alcalá, los Fueros municipales, el Real o de las Leyes, y como supletorio, el Libro de las siete Partidas, con más todo lo mandado y establecido por los Reyes en Cortes según los casos y negocios que ocurrían, eran las diversas fuentes del derecho que regía en Castilla al declinar el siglo XV.
     No se ocultaron los inconvenientes de esta confusa multitud de leyes oscuras, dudosas y tal vez contradictorias a los procuradores de Cortes en las de Valladolid de 1447 y Toledo da 1462, ni a los diputados a la junta que para componer las diferencias entre Enrique IV y los caballeros rebeldes se celebró el año 1465 en Medina del Campo; pero el deseo de unos y otros no tuvo efecto, porque la obra de compilar y concertar las leyes y reducirlas a un sólo volumen dividido en libros y títulos, según el orden natural de las materias, pedía tiempos más tranquilos y Reyes más emprendedores.
     Fernando e Isabel, cuya iniciativa fue siempre fecunda y vigorosa, dieron la comisión de formar un código general al doctor Alonso Díaz de Montalvo, famoso jurisconsulto, oidor de su Audiencia y de su Consejo. Desempeñó el encargo con mediana fortuna, y se publicó el libro de las Ordenanzas Reales por la primera vez en Huete el año 1484.
     El P. Andrés Burriel, y siguiendo su opinión a ciegas, los doctores Asso y de Manuel, pretenden que el Ordenamiento de Montalvo es fruto del estudio privado, y que nunca gozó de autoridad pública, ni tuvo fuerza legal. La cuestión traspasaría los límites de nuestra competencia, a no tratarse de un hecho importante relativo a las Cortes de Toledo de 1480.
     Que los Reyes Católicos encomendaron al doctor Alonso Díaz de Montalvo formar el Ordenamiento que lleva su nombre, lo declara él mismo en el prólogo, y al principio y al fin de su libro, y lo confirma el Cura de los Palacios; y que el Ordenamiento fue una compilación de leyes, por las cuales juzgaron los alcaldes y libraron los pleitos, se prueba con el testimonio fidedigno de Bernáldez, con el título de la edición de Sevilla de 1495 y posteriores, y con varios documentos aducidos por Martínez Marina y Clemencín que apuraron la controversia(741).
     Dice Galíndez de Carvajal que en este año (1480) «hicieron los Reyes Cortes en Toledo, e hicieron las leyes y las declaratorias, todo tan bien mirado y ordenado que parescía obra divina para remedio y ordenación de las desórdenes pasadas»(742).
     La obra de los Reyes Católicos en las Cortes de Toledo de 1480, con ser humana, y por tanto imperfecta, no es menos digna de la admiración de Galíndez de Carvajal.
     No fue venturoso Alonso Díaz de Montalvo en su empresa de compilar y reducir a buen método la multitud y variedad de las leyes del reino. Los procuradores de Cortes en las de Valladolid de 1523 dijeron que «las leyes del Fuero y ordenamientos no estaban bien e juntamente compilados, y las sacadas por ordenamiento de leyes que juntó el doctor Montalvo estaban corrutas e no bien sacadas.»
     En efecto, fue Alonso Díaz de Montalvo poco afortunado en aquel ensayo. Sus yerros merecen disculpa considerando que la empresa era superior a las fuerzas de un hombre solo. Basta a la gloria de los Reyes Católicos haber concebido la idea de reunir y concordar todo el derecho vigente en Castilla y formar un cuerpo legal. Felipe II la realizó con mejor deseo que acierto al publicar en 1567 la Nueva Recopilación, indicando con este título que venía en pos de las Ordenanzas Reales.
     La reforma del Consejo imprimió a la monarquía un nuevo carácter. De militar que antes era, cuando los Reyes estaban a merced de la nobleza, se convirtió en civil y togada, es decir, templada con la participación de los letrados en el gobierno, lo cual, en medio de algunos inconvenientes, proporcionó la ventaja de no degenerar en absoluta desde que empezaron a declinar las Cortes.
     Si fue la magistratura un poder en el estado en tiempo de un Rey tan celoso de su autoridad como Felipe II, se debe principalmente a la institución de los Consejos en las Cortes de Toledo de 1480(743).
     Ganó mucho la administración de la justicia con la nueva planta que dieron los Reyes Católicos a la Chancillería y la Audiencia, y sobre todo con la acertada elección de los oidores, y la mayor sencillez del procedimiento en materia civil y criminal. Ganó también con el nombramiento de corregidores que enviaron a todas las ciudades y villas en donde no los habían puesto, ya para mantener la paz pública a cada paso comprometida a causa de los bandos en que se dividían los ciudadanos, y ya porque los mismos alcaldes propios se hacían parciales y banderos. Escogían los Reyes Católicos con suma diligencia y cuidado las personas para los corregimientos, las vigilaban, premiaban a los jueces rectos y castigaban severamente a los que incurrían en falta, y así lograron que floreciesela justicia(744).
     Dominaba la nobleza los concejos, y se habían introducido grandes abusos en el modo de proveer las vacantes de oficios públicos, convertidos en patrimonio de ciertas familias poderosas por merced de los Reyes, o perpetuados con simuladas renuncias de aquellos que los tenían por la vida. De esta suerte los concejos iban perdiendo cada día un poco de su carácter electivo y de su naturaleza de institución popular. Los Reyes Católicos los sometieron a disciplina nombrando corregidores; pero también los purgaron de los vicios que minaban su existencia y corrompían la administración municipal.
     La piedad de Fernando e Isabel, acendrada hasta la exaltación, no impidió que defendiesen contra las pretensiones de la Corte de Roma el derecho de patronato en todas las iglesias de sus reinos y señoríos.
     No admitieron por obispo de Cuenca a un sobrino de Sixto IV; protestaron que no consentirían la provisión de los beneficios y dignidades eclesiásticas en extranjeros; se negaron a recibir un embajador del Papa, y aun le mandaron salir de sus reinos, porque venía a negociar contra lo determinado y resuelto; si bien mediando el Cardenal de España, asentaron la concordia con la Corte de Roma, según la cual, la Santa Sede proveería las iglesias principales a suplicación de los Reyes en naturales de Castilla y León dignos y capaces. Así pusieron término con su firmeza a esta antigua querella entre ambas potestades.
     Dice el doctor de Toledo, anotando en su Diario los sucesos relativos al año 1483, que mandó su Alteza llamar a Cortes en Medina(745). Pulgar confirma la noticia narrando cómo los Reyes Católicos llegaron a Madrid en los primeros días del año 1483, y mandaron juntar en la villa de Pinto los diputados de las provincias y los procuradores de las ciudades y villas principales, y cómo en aquella junta se trató de reformar los abusos y poner en buen orden las cosas de las hermandades. También se acordó enviar socorros a la ciudad de Alhama, y reforzar el ejército de Andalucía con ocho mil hombres, pues andaba muy viva la guerra con los Moros(746).
     No concuerdan el doctor de Toledo y Hernando del Pulgar en dos puntos esenciales. Supone el primero que la Reina hizo el llamamiento en Medina, y el segundo lo atribuye al Rey y la Reina estando en Madrid. Aquél dice Cortes y éste junta, a la cual concurren procuradores de ciudades y villas principales, y diputados de las provincias, es decir, representantes de la hermandad. Fue una asamblea numerosa, sin participación de la nobleza ni del clero, y sin guardar la costumbre de llamar solamente a los procuradores de las diez y siete ciudades y villas que tenían voto en Cortes; ayuntamiento irregular, mal calificado de Cortes por el doctor de Toledo.
     La temprana muerte del Príncipe D. Juan, ocurrida en 4 de Octubre de 1497, hizo recaer el derecho de suceder en la corona de Castilla en la hija primogénita de los Reyes Católicos Doña Isabel, viuda del Príncipe de Portugal D. Alfonso, y casada en segundas nupcias con el Rey D. Manuel.
Cortes de Toledo de 1489.      En Alcalá de Henares, a 16 de Marzo, fueron convocadas las Cortes para Toledo, las cuales prestaron el juramento y homenaje de costumbre a los Reyes de Portugal como Príncipes de Castilla el. 29 de Abril siguiente de 1498. Urgía la ceremonia, ya porque aconsejaba la prudencia prever la vacante del trono, y ya porque el Archiduque (después Felipe I) y su mujer Doña Juana se intitulaban Príncipes, mostrando con aquel título su pretensión de heredar el reino. El cielo se les mostró propicio, pues en 23 de Agosto falleció la Princesa al dar a luz un hijo que llamaron D. Miguel.
Cortes de Ocaña de 1499.      El tierno Infante, en quien fundaban los Reyes Católicos la esperanza de reunir las coronas de España y Portugal, fue recibido y jurado por Príncipe de Asturias en las Cortes de Ocaña, apenas empezado el mes de Enero de 1499. Vana diligencia, porque el Príncipe falleció en Granada el 20 de Julio del año 1500(747). No consta si estas Cortes se trataron otros negocios.
Cortes de Sevilla de 1499.      Cita Ortiz de Zúñiga unas Cortes habidas en Sevilla, el año 1499, de las cuales (dice) no hacen mención nuestras historias(748). La autoridad del analista, los documentos en que se funda y los pormenores que refiere, no permiten dudar del hecho, y es todo cuanto se sabe en la materia.
Cortes de Sevilla de 1501.      Algunas más noticias, aunque no muchas, poseemos de las Cortes celebradas, también en Sevilla, el año 1501. Pensaban los Reyes Católicos tenerlas en persona a principio del año; pero no pudiendo hallarse presentes por los cuidados de la guerra con los Moros de Granada y las Alpujarras, se tuvieron en su ausencia. En ellas les otorgaron los procuradores ciento y cuatro cuentos de mrs., los ciento para las dotes de las Infantas doña Catalina y doña María, y los cuatro para pagar los salarios de la procuración(749).
Cortes de Toledo de 1502.      Sucedieron a estas Cortes las de Toledo de 1502, que se continuaron y acabaron en las villas de Madrid y Alcalá de Henares el año 1503, según consta por el testamento de la Reina Católica. En ellas fueron jurados Príncipes de Castilla y León, y como tales sucesores de dichos reinos, Doña Juana y el Archiduque D. Felipe, su marido.
     Previendo el caso de hallarse la Princesa ausente, cuando la Reina Católica falleciese, o no querer o no poder entender en la gobernación del estado, suplicaron los procuradores a su Alteza que mandase proveer lo conveniente. La Reina, hallando justa la petición, encomendó el gobierno de Castilla y León a su marido D. Fernando el Católico hasta tanto que el Infante D. Carlos, su nieto, hijo de los Príncipes D. Felipe y Doña Juana, fuese de edad legítima, a lo menos de veinte años, para regir y gobernar sus reinos.
     También suplicaron los procuradores a los Reyes Católicos que mandasen declarar las muchas dudas que ocurrían en el foro por la grande variedad y diferencia que había en la interpretación de las leyes, al punto que en las Audiencias se determinaba y sentenciaba en un mismo caso unas veces de un modo y otras veces de otro.
     Tal fue el origen de las famosos leyes de Toro, en cuya obra cupo una buena parte al licenciado Juan López de Vivero, generalmente conocido con el nombre de Palacios Rubios, que era el del pueblo de su naturaleza. Estas leyes no llegaron a publicarse hasta más adelante, ya por la ausencia del Rey, ya por la enfermedad y muerte de la Reina, ocurrida en 26 de Noviembre de 1504.

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    Cortes de los antiguos Reinos de León y de Castilla
     introducción escrita y publicada ... por Manuel Colmeiro
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