Extraigo muchísima fortaleza y orientación del estudio de las Escrituras y de las encíclicas sociales de los papas.
Equipo revista America

Nueva York / Religión – A pesar que mis padres nunca lo manifestaron explícitamente, me dieron una idea bastante clara sobre cómo apreciaban las diferentes vocaciones. Practicar un comercio para mantener a la familia era bueno, el servicio público era aún mejor, y el llamado a la vida religiosa era el mejor de todos. Después de todo, “si deseas ser perfecto…” (Mt 19:21).

De niño vi a mi padre ejercer una amplia gama de trabajos manuales. Un año podía ser mecánico en una fábrica, chofer de camión al año siguiente, o quizás administrar un auto-lavado o una lavandería. A pesar de que nunca fuimos pobres, tampoco fuimos particularmente prósperos. Con bastante sacrificio de mis padres (y un poco de caridad de los “hombres de negro”), disfruté una educación preparatoria jesuita.

Pero, ¿prepararse para qué? Yo nunca sufrí la pérdida de la fe o me distancié de la Iglesia, común en muchos adultos jóvenes, pero tampoco sentí el llamado de la fe. No voy a ser perfecto. Supongo que seré sólo lo suficientemente bueno. Por años anduve a la deriva recorriendo labores que no eran totalmente satisfactorias, como trabajar en una fábrica, como empleado de ferrocarriles o cartero.

Fue durante esas experiencias cuando empecé a discernir mi vocación futura. En la fábrica vi cómo la salud y las condiciones de seguridad de mis compañeros de trabajo eran arriesgadas constantemente al exponerlos a químicos peligrosos. En el ferrocarril, vi a las familias de mis colegas entrar en una crisis porque una gran compañía compró la empresa y llevó a cabo despidos masivos. En el correo vi como un cuerpo administrador abusivo era capaz de transformar lo que podría ser un trabajo plenamente satisfactorio en una fuente de descontento diario para los —generalmente— hombres y mujeres que laboraban allí. Admito que son cruces modestas. No obstante, eran elementos importantes y trascendentales en  mi vida y la de mis compañeros. Cada vez más me vi involucrado en el movimiento laboral, primero como voluntario y luego como mi trabajo.

Extraigo muchísima fuerza y orientación del estudio de las Escrituras y de  las encíclicas sociales de los papas.

La lectura de las Escrituras me enseña humildad. Cada vez que tomo la Biblia quedo perplejo por alguna cosa relacionada con nuestro misterioso Dios. Las Escrituras me recuerdan lo poco que comprendemos de las cosas elevadas; o cómo los pensamientos elevados de Dios están sobre mis pensamientos.

Las encíclicas sociales complementan mi estudio de las palabras de las Escrituras casi a la perfección, proporcionando consejo desesperadamente necesario para mayor claridad. Piénselo: entre los laicos, ¿quién tiene tantísima guía en su vocación como yo? En vano busqué pasajes de las cartas papales que pudieran orientarme acerca de cómo ser un mejor operario de maquinaria, o un mejor empleado de ferrocarriles, o cartero. Pero León, Pío, Juan Pablo y Benedicto están llenos de consejos sobre cómo ser un buen sindicalista.

Todo esto definitivamente me hace un tipo de representante sindical diferente de muchos de mis colegas. No quiero decir mejor. Me falta el apasionado partidismo de muchos de mis pares, la certeza de que ninguna demanda laboral es poco razonable y que ninguna concesión de un empleador será siempre suficiente. La enseñanza social católica enciende en mí el deseo de luchar por la justicia a favor de los trabajadores a los que represento, pero también ofrece una visión según la cual las asociaciones de trabajadores y los empleados pueden unirse para el bien común. Esta perspectiva puede ser una suerte de desventaja en un mundo que parece regocijarse con el conflicto.

Es difícil pedirles a los trabajadores que sacrifiquen sus intereses particulares por el bien común del emprendimiento, pero la mayoría de los trabajadores conservan un sentido básico de justicia que hace comprensible la idea.

Por otro lado, para los estamentos gerenciales con que me topo, la idea que una firma pueda a veces tener que sacrificar utilidades para favorecer la justicia de sus trabajadores es totalmente ajena. A los gerentes les enseñan a creer que sus obligaciones empiezan con el director ejecutivo y terminan con los accionistas. Consideran que una empresa es ética con sólo obedecer la ley y cumplir sus contratos. El Papa León XIII escribe sobre “un dictado de justicia natural más imperiosa y antigua que cualquier acuerdo entre un hombre y otro hombre”, que  regula las relaciones laborales (Rerum Novarum, N°45). No obstante, incluso los dirigentes empresariales católicos con los que me encuentro tienden a encontrar rara esta idea y tienen miles de razones para considerarla impracticable o absurda. Tal vez lo sea, ¿pero no es acaso la tontera de Dios más sabia que la “sabiduría” de los hombres?

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