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Llamados a servir

Es muy común el uso de las influencias para conseguir algo. La mamá de Santiago y Juan es ejemplo de ello. Se acerca a Jesús en busca de poder, en busca de puestos importantes, en busca de posiciones privilegiadas, en busca de prestigio.

Por eso, le dice a Jesús: “Manda a estos dos hijos míos que se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda” (Mt 20, 21). Los otros discípulos, al ver lo que pretendía la madre de Santiago y Juan, “se indignaron” (Mt 20, 24).

La indignación de los otros diez discípulos de Jesús no iba dirigida hacia la manera corrupta de actuar Santiago, Juan y su madre, sino porque ellos buscaban también el poder. Todos pensaban en el poder, en los primeros puestos y en las buenas ganancias. Pareciera que hubiesen vivido en nuestros tiempos de hoy.

Jesús, entonces, se reúne con todos ellos y les dice: “Ustedes no saben lo que piden” (Mc 10, 38). Ciertamente el mundo de Jesús va por caminos muy distintos a los nuestros. En el mundo de Jesús no cuentan los puestos importantes que podemos conseguir, sino el servicio que podemos prestar a los demás.

Por eso, nos dice: “No actúen como los jefes de las naciones que las dominan como si fueran sus dueños y oprimen… El que quiera ser grande entre ustedes que sea su servidor” (Mt 20, 25-26) .

En el mundo de Jesús no cuenta el poder que tiraniza y oprime, sino la sencillez que libera. El puesto que nos convierte en arrogantes, sino la vida puesta al servicio de los demás. El estar por encima de los otros para aprovecharnos de ellos, sino el ser útil para todos. Vivir a costa de los otros, sino el trabajar para el beneficio de todos.

Nuestro mundo anda buscando poderes y dominio sobre los demás a costa de quien sea y de lo que sea.

Nos movemos como Santiago y Juan, por la ambición y afán de poder que nos ciega. Que rompe con toda moral. Que corrompe sin importar perder nuestra dignidad personal.

Que fomenta el tráfico de influencias. Que quita la paz del espíritu y de nuestras familias. Que es causa de pobreza para muchos de nuestros hermanos y ha traído consigo muchas zancadillas, indignación, rivalidades y recelos, como ocurrió también en los discípulos de Jesús.

Mi mamá siempre que deseaba enseñarme algo me contaba un cuento. Se cuenta que un joven, decepcionado por la falta de solidaridad y el poco espíritu de servicio que había en la humanidad, decidió un día escaparse a la montaña y vivir allí fuera de esta sociedad sin corazón.

Un día, en uno de sus paseos por la montaña, se encontró con algo muy extraño: un conejo estaba llevándole comida a un tigre que estaba mal herido. La misma escena la vio un día y otro, hasta que el tigre mejoró y empezó a valerse por sí mismo. Aquello le impresionó tanto a aquel joven que empezó a pensar y se dijo: “Si esto lo hacen los animales, ¿por qué no podemos hacerlo las personas?”.

Y se bajó de la montaña a la ciudad para llevar a cabo lo que había visto en aquella escena de los animales. Se tumbó en la acera de una calle y empezó a simular que estaba herido y se puso a esperar que alguien le ayudara. Pero la gente pasaba por su lado y ni siquiera le miraban.

El joven cada día estaba más flaco y a punto de agarrar una grave enfermedad. Entonces empezó a despotricar contra la humanidad que no tenía remedio. Pero de pronto oyó una voz que le decía: “Mira, deja de hacer tanto de tigre y empieza a comportarte como el conejo”.

Para nosotros, los cristianos, la vida no consiste en escalar puestos de poder para pisotear, oprimir o humillar a los demás.

La belleza de la vida no está en el alto puesto que tenemos, sino en la donación, en la entrega, en el espíritu de servicio a todos, como lo hizo el mismo Jesús: “Yo no he venido a ser servido sino a servir” (Mt 20, 28).

Servir, ser útiles a los demás no es humillación alguna. Es el mayor orgullo que podemos tener.

El autor es sacerdote católico.

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